Recordar a la gran familia me llena de emoción. La primera vez que vi a Rosa Verduzco, fue en el hospital, yo era médica interna de pregrado y el pediatra le explicaba la evolución de un niño de meses que había llegado al albergue con desnutrición de tercer grado y que ameritó ser internado para su recuperación. Cuando Rosa se fue, el pediatra nos dijo a mi compañero y a mí que ella era una mujer admirable que defendía y cuidaba como una leona a sus hijos.
Después, en mi rotación por medicina preventiva, fui todos los días durante un mes a La Gran Familia, había ratos muy agradables por las bromas y chistes que se hacían mientras estaban en la fila para recibir una vacuna o una curación. Llegaban conmigo casi siempre por pequeños rasguños resultado de algún juego o de un tatuaje infectado con el nombre de pila o las iniciales de sus novias o novios.
En esas visitas Rosa me enseño la casa, alguna vez me invitó a comer plátanos fritos que había de postre y de sus comentarios llenos de experiencia recibí mis primeras clases de epidemiología en campo cuando detecté un pequeño brote de rubéola.
Sé que las muestras de cariño y de afecto entre los y las niñas no estaban prohibidas, pero había mucho cuidado para no fomentar el abuso o las prácticas de prostitución entre ellos mismos a cambio de un juguete o hasta un cepillo de dientes.
También tuve ratos de incredulidad, de reflexión y de tristeza por las historias que conocí a través de los niños y adolescentes y que formaron parte de sus expedientes clínicos. Aquellos que recordaban a un padre, una madre o familiares eran siempre asociados a golpes, insultos, formas comunes de maltrato, abuso sexual, alcohol, drogas, soledad, desamor, rechazo, descuido, hambre, frío o enfermedad. Niños víctimas de trata, niñas vendidas por sus padres a prostíbulos. Como en toda familia había diversidad, niños muy resistentes, lo que ahora se llama resilentes y otros con problemas de conducta, niños alegres y niños melancólicos. Las historias fluían fácilmente, sus voces parecían relatar sus experiencias como si fueran de otro o de otra, no pocas veces en mi interior me resistí a creerles, me parecía imposible pensar que aquellos que los debían de amar y proteger, hubieran hecho de la vida de esos niños un infierno. Infiernos que se heredan de generación en generación y que llevan la marca de la pobreza y la ignorancia.
Rosa sentía aprecio por lo médicos internos, al final del año nos ayudó a conseguir un salón para la fiesta de despedida y el último día en lo que recuerdo fue una fría mañana llevo la banda al patio de entrada del hospital a tocarnos Las Golondrinas y otras melodías.
Conocer a Rosa Verduzco y estar en contacto con La Gran Familia fue una experiencia inolvidable y una lección: el ejemplo de una mujer inteligente, fuerte, con voluntad, generosa y con una incuestionable vocación de madre. Me entusiasmaba que aquellos niños tuvieran esperanza, un techo y una gran familia.
Por eso ahora me duele ver las imágenes, el espectáculo y el juicio condenatorio que muchos han hecho. Me duele pensar que muchos niños abandonados, explotados, desposeídos ya no tendrán esa esperanza. Ojalá Rosa Verduzco hubiera tenido todo el apoyo de la sociedad y de las autoridades competentes para que al ir envejeciendo y mermando sus capacidades se hubiera preservado y superado su labor de tantos años.
Cualquier abuso y las condiciones deplorables que se han mostrado, no son las fallas de una mujer, son las fallas de todos los que tienen una responsabilidad formal con los niños y las niñas, y también de todos los que tenemos una obligación moral para apoyar los esfuerzos de quienes dan la cara por ellos.